Hay dolores que no gritan. Solo te miran desde el fondo del pecho, silenciosos, esperando a que tú los reconozcas. Y este… este es uno de esos.
Me enamoré de alguien con quien nunca fui "nada", pero lo sentí todo. A la distancia, en la virtualidad de los días, en mensajes que sabían a hogar, en palabras que eran refugio, construimos algo que nadie vio, pero que yo sentí tan real como la piel.
Hasta que un día, sin que lo esperara, todo cambió.
Me dijo que no sentíamos lo mismo. Que quizá debíamos darnos la oportunidad de conocer a alguien que nos ame como nosotros amamos. Y aunque entiendo sus palabras, aunque incluso podría llegar a compartir su lógica... al final del día, sé que siempre lo voy a terminar eligiendo a él.
Porque con él sí quería.
Con él, sí.
Con él me volví a sentir.
Sentí amor. Paz. Hogar.
Y por primera vez en mucho tiempo, tuve ganas de formar una familia.
Fue la primera persona en años con quien pensé: con él sí quiero construir algo.
Fue la primera vez que ese tipo de amor —el que creí extinto— volvió a encenderse en mí.
Pero ahora me pregunto, con un nudo en la garganta:
¿Cuándo se apagó la llama?
¿Alguna vez él sintió lo mismo que yo?
¿Me amó siquiera un poco?
Son preguntas que quizás nunca tengan respuesta. Pero hay una certeza:
Yo sí lo amé de verdad.
Y dolió. No de esa forma poética que suena bonito en canciones o películas. No.
Dolió de una forma literal. Como si mi alma se hubiese quebrado y me hubiera arrastrado al fondo de mí misma.
Y ahí, sin escapatoria, no tuve más remedio que mirarme. Verme rota.
Y encontrarme.
Porque enfrentarse es redimirse.
Porque mirar tu dolor a los ojos, es decir: te veo, pero ya no te creo.
Es decirle a la vergüenza: ya no me mandas.
Es no romantizar el sufrimiento, pero sí honrarlo.
Porque un alma que ha sufrido profundamente es también un alma que sabe amar con profundidad.
Hoy no quiero conocer a nadie más. No por orgullo. No por castigo.
Simplemente porque no puedo.
Mi cuerpo, mi mente, mi alma... necesitan tiempo.
Y eso también está bien.
Esta carta no es un cierre.
Es un testimonio.
De un amor que no fue, pero que me encontró.
Y aunque no se quedó, me dejó algo valioso:
La prueba de que todavía sé amar.
Y eso, quizás, es el primer paso para volver a ser yo.